miércoles, enero 18, 2012

El país del silencio


Con cinco años aprendí a leer soñando. Las letras eran una gran familia. La pequeña 'a' jugaba con sus amigas la 'e', 'o' y 'u'. Corrían mil aventuras con 'i' y se iban de paseo por el país de las letras. Vivían con su mamá la señora 'm' y con el papa 'p'. Cerca estaban las tías 'n' y 'ñ' con las que pasaban tardes. Además, ¡Iban a la escuela y todo!... allí el profesor 'f' les daba clase y el jardinero 'j' regaba su jardín...

Y yo con los ojos bien abiertos tragaba esos garabatos e historias con ilusión. Los pintáramos en las pizarras con tizas de colores y soñábamos que nos íbamos de excursión con ellas.... A conocer por qué 'z' siempre dormía o dónde se compraba los sombreros la coqueta 't'.

Hasta que un día uno de esos sueños se cumplió: Conocimos el pequeño país de la 's'.

Con cinco añitos nos llevaron al país del silencio. Un lugar tranquilo, de casitas de varios tamaños en la ladera de un monte. Un sitio en el que estar en silencio y que la maestra (porque aquello eran maestros, grandes y amados maestros) nos pidió que pasáramos en silencio con nuestro dedito índice en la boca. ¡Qué felices éramos! paseando por esas cuatro callejuelas conociendo el país de la 's'.... Con sus jardines cuidados y su columpio de hierro.

Pasó el tiempo. Las letras imaginarias se marcharon para no volver jamás. La pequeña 'a' dejó de ser una coqueta niña para convertirse en un garabato que escribir rápido primero a mano y ahora casi siempre pulsado en el extremo izquierdo de la segunda línea de un ágil teclado de ordenador. Aquellos países se apagaron. Todos menos uno. El que conocimos en aquella excursión. Porque el país de la 's' estaba cerca de aquel colegio. En las laderas del monte San Cristóbal. Su nombre Ansoáin. Ansoáin Viejo. Qué cerca estaba... Cuántas veces lo habíamos visto y sin embargo que mágico nos pareció aquella tarde. Así es la infancia y sus cosas.

Hoy, casualmente, he vuelto a pasear por él. Y me he sonreído con la ilusión de mis cinco años. Y tras una pequeña duda vergonzosa he vuelto a recorrer esas cuatro callejuelas ahora mejor conservadas, he visto el viejo columpio desgastado y he vuelto a ponerme el índice en la boca para no molestar a la señora 's' tal y como me lo pedía mi maestra (mi gran maestra). Renovando la tradición. Pidiendo que vuelva la inocencia perdida, el país que nunca debió marcharse, ese que me hacía soñar y no parar de soñar.

domingo, enero 15, 2012

Naranja

Siempre he tenido predilección por las casas en los acantilados. Solas. Altivas o indefensas. Transmiten algo allá donde estén. Parecen personajes de esas novelas frías de invierno que tanto he leído. En fin... Siempre he querido entrar en una de ellas y mirar desde una de sus ventanas.
En Biarritz, uno de mis lugares de escapada, hay una casa que despide al sol todas las tardes de una manera explendida. Despacio, dejando paso al amarillo, al naranja entre humedad, salitre y paz.

Hace unos días regresé a este lugar para hacer revisión de todo lo que he vivido en los últimos meses. Subí las escaleras que conducen a los acantilados más inseguros y miré al horizonte siempre con la casa como referencia. Entonces empezó a atardecer como no lo hizo nunca. Se levantó un poco de viento, las pocas nubes existentes dejaron ver el sol despacio y el mar empezó a lavar las rocas con rotundidad. El sol se convirtió en una bola naranja que inundaba todo. Las tablas de madera donde estaban mis pies, mis manos, mi cara... la casa. Todo naranja... Un naranja de paz y tranquilidad.

Y no dejé un momento de mirar esa casa anaranjada que entre ola y ola se dejaba querer por el mar. Y mientras el sol se despedía cada vez más naranja me prometí volver siempre que pueda a este lugar. Solo o acompañado. Que la paz que sentí es algo que quiero vivir siempre. Por eso, estos días de inquietud busco lugares de paz como éste. Lejos o cerca. Cerca o lejos.