martes, junio 19, 2012

Canción de París.


Hay veces que cuesta transmitir. Uno se bloquea. Un pequeño nudo de dudas tapona la garganta y las palabras no fluyen. No se sabe qué decir. Agonizas en el silencio. Y llega la frustración.
Cuando eso me pasa recurro a unos de los bienes más preciados que hay en el mundo: La música. Mi mente recorre todos los temas que he escuchado en mi vida y busca la melodia perfecta. La que me ayude a seguir adelante. Y hay veces que esa canción se convierte en un hito musical asociado a un estado de ánimo, un paisaje o una persona. Un espacio para recordar.

¿Y puede tener París una canción? Me llevé muchos temas en mi ipod como referentes. Sonó Les Champs Elysees, La Foule Sentimental, los temas de Yan Tiersen para Amélie, algo de Jacques Brel, y mi colección de pop francés... Pero dio la casualidad de que el último día, mientras visitaba La Conciergerie me viniera a la cabeza el tema definitivo. La banda sonora perfecta. Y no era en francés.

Hace unos años, en un cine de Pamplona, una conocida canción se me clavó en el corazón. Ya la tenía escuchada y bailada en bares a altas horas de la noche... Pero fue oírla en aquella fiesta absolutista para darme cuenta de lo perfecta que quedaba en la película. La joven Maria Antonietta celebrando su cumpleaños lleno de excesos como si no hubiera un mañana. Presintiendo que no va a haber un mañana... Sabiendo que no va a haber un mañana... 

Se trataba del 'Ceremony' de New Order en la película de Sophie Coppola 'Marie Antoniette'. Fiesta y derroche francés acompañada con una canción inglesa perfecta desde la primera nota. 


Varias noches me acompañó de vuelta a casa en Gijón. Me montaba en mi bicicleta, conectaba el ipod y trataba de sonreír en la oscuridad en la que vivía. Interiorizando su ritmo lacónico y serio. Ese era el espacio que ocupaba la canción. Siempre la asociaba a esa vuelta a casa, cansado lleno de reproches y nostalgias... Esa canción era Gijón hasta que llegó París. Y ahí, cambió todo.

Viendo la sala donde aguardaba su muerte la reina más famosa de Francia las primeras notas me vinieron a la cabeza rápidamente. Y ya no me la pude quitar de la cabeza. Recordaba la película, que aunque a muchos no gustó, a mi me pareció una preciosidad pop. Y empecé a sonreír. A volar con la imaginación y a recordar todo lo que había vivido en París. La lluvia, los pies cansados, el sol, los parques interminables, las gabardinas, el Sena, carreras para coger el metro, la tumba de Baudelaire, chisporroteos de la Torre Eiffel, Amélie, postales, excesos, un jardín al sol, la Victoria de Samotracia, Cezanne, Miguel Ángel y las vistas del Sacre Coeur... Todo lento y acompasado con este tema. Como en la película de Sophie Coppola... un devenir de imágenes guardadas con nostalgia de los buenos tiempos... Me iba despidiendo de París con el maravilloso sonido de la guitarra. Esa voz seria y callada de Ian Curtis me ayudaba a decir adiós. Adiós a París y al viejo recuerdo de Gijón.

Así que cuando me monté el tren conecté mi Ipod y busqué el tema. El traqueteo comenzó y miré por la ventana. Le di al play con dedo índice y sin decir una palabra escuche una vez más la canción. El tema que desde hoy me ayuda a explicar qué es para mí París. París es esta canción.


lunes, junio 04, 2012

Victoria

Siempre me han gustado los museos. Me acuerdo de lo emocionado que me sentí cuando con quince años una profesora de Geografía e Historia, Merche, nos llevó por primera vez fuera de las horas lectivas a ver el Museo de Navarra como una actividad social. Íbamos nerviosos. Como si fueramos a ver la pinacoteca más grande del mundo y era un museo de provincias coqueto y sencillo. Pero daba igual. Para nosotros era algo fundamental. Teníamos la sensación de que íbamos a descubrir alguna verdad, algo importante. Algo que nos explicara a nosotros mismos. Y bueno, quizá no fuera para tanto... pero recuerdo que al terminar nos tomamos un 'mosto' en uno de los bares de txikiteo cercano. Y ella brindo con nosotros por "un futuro lleno de arte y diversión".

Pues bien. Han pasado los años y aquel brindis, querida Merche,  nunca lo olvidé. Luego llegaron otros centros, otras experiencias artísitcas... y siempre la misma ilusión de que cuando uno entra a conocer un Museo va a abrir una parte de él desconocida. Para bien o para mal. El arte es algo más que dinero o técnica. Es sentir. O por lo menos así lo veo yo desde mi propia experiencia personal (quizá lo más valioso que cada uno podemos tener). El arte es puro sentimiento. Olvidarse de prejuicios y buscar entender las cosas por lo que nos transmiten. Y si no transmiten nada, pues asumir que para uno no es arte; pero que para otras personas puede serlo.

Por eso, cuando en Louvre me reencontré con la Victoria de Samotracia me derrumbé. Jamás he visto una obra de arte mejor expuesta. Ni 'Las Señoritas de Avignon' del MOMA, las interminables pinturas italianas de la Galería de los Uffici,  ni mi querido Modigliani, ni las preciosas Meninas en el Museo del Prado o por su puesto la agobiada Giocconda en el mismo museo francés. 
Tras una enorme escalinata de piedra forjada y sobre un pedestal de piedra espera tranquila que la visites. Subes tranquilamente la escalera mientras la luz de la estancia se transforma en serenidad y tus pasos cada vez son más ligeros. Y de pronto... allí esta esa escultura sin brazos pero con dos alas de ángel preciosas. Sin cabeza pero andando con paso firme hacia la victoria, hacia la grandeza.

Esta escultura griega fue descubierta en 1863 en la isla que le da nombre. Merche nos contó su historia en una des sus clases y sé que ella la adoraba. El pedestal de la obra de arte es la proa de un barco. Una base igual de bella que la escutlura y sin la cual, no se puede entender esta obra de arte.  Porque la Victoria de Samotracia viaja en ese pedestal desafiando al viento que mueve sus ropajes. Extendiendo sus alas... Hacia adelante... Viajando hacia el futuro sin miedo. Sin ningún tipo de miedo.


domingo, junio 03, 2012

Guías de felicidad


Las ciudades tienen sus faros. Algunos son pequeños, no tocan las alturas. Son plazas, calles empedradas, esculturas o simplemente un sentimiento común de sus ciudadanos. Otras presumen con orgullo de ellos. Y los exhiben hasta el infinito. Tocando el cielo. Que para eso son faros. Guías de ciudad.

París tiene uno de los faros más impresionantes del mundo. Junto al Trocadero en la orilla derecha del Sena, una torre de hierro saluda al visitante coqueta y altiva. La Torre Eiffel.


Mide 300 metros. Es un esqueleto con vida propia. Un esqueleto de hierro marrón y gris que tiene que soportar, después de haber sido repudiada en sus orígenes, a centenares de turistas que hacen colas infinitas para subir unos pocos minutos en su interior.
Geométricamente perfecta, uno no puede dejar de mirarla. Siempre con el cuello en alto. Como se obseva el cielo en una noche de verano estrellada. Con los ojos bien abiertos y en silencio. Soñando. Pensando en cosas felices... Así es como la conocí. No podía dejar de mirarla y admirarla. Y entendí por qué los parisinos y los franceses la adoran tanto hasta el punto de convertirla en un símbolo nacional. Porque si hay que elegir un faro de refencia en nuestras vidas, qué mejor que una torre que sólo transmite felicidad y paz.
No encontré a nadie en el Campo de Marte, el jardín que gentilmente se ofrece a la Torre como sala de visitas, que no sonriera como un niño ante la dama de hierro. Todos hablaban entre ellos, bebían vino francés en pic-nic improvisados, se daban la mano... pero cuando miraban a la Torre Eiffel el silencio se imponía y los ojos eran los únicos que hablaban.
Yo hice lo mismo. Hablé con ella. Le di las gracias por el viaje y lo que me estaba deparando. La suerte que estaba teniendo en estos últimos dos años y le prometí que, aunque tengo mis referentes,  mis anclas, ella iba a estar siempre presente cuando la tristeza quisiera volver a ocupar espacio en mi terreno. Iba a ser mi Guía de felicidad.
Cuando terminé de proponerselo, dieron las nueve en punto. Y de pronto, durante diez minutos, la bella Eiffel empezó a chisporrotear. Parecían miles de luciernagas que se habían incrustado en los tornillos que fijaban la estructura de hierro. Impresionante y sencillo. Destellos de sencilla felicidad.
Todo el mundo callaba. Miré a mi alrededor. Todos mirando el faro. Hablando con él. Buscando su guía. Su feliz guía.