domingo, enero 15, 2012

Naranja

Siempre he tenido predilección por las casas en los acantilados. Solas. Altivas o indefensas. Transmiten algo allá donde estén. Parecen personajes de esas novelas frías de invierno que tanto he leído. En fin... Siempre he querido entrar en una de ellas y mirar desde una de sus ventanas.
En Biarritz, uno de mis lugares de escapada, hay una casa que despide al sol todas las tardes de una manera explendida. Despacio, dejando paso al amarillo, al naranja entre humedad, salitre y paz.

Hace unos días regresé a este lugar para hacer revisión de todo lo que he vivido en los últimos meses. Subí las escaleras que conducen a los acantilados más inseguros y miré al horizonte siempre con la casa como referencia. Entonces empezó a atardecer como no lo hizo nunca. Se levantó un poco de viento, las pocas nubes existentes dejaron ver el sol despacio y el mar empezó a lavar las rocas con rotundidad. El sol se convirtió en una bola naranja que inundaba todo. Las tablas de madera donde estaban mis pies, mis manos, mi cara... la casa. Todo naranja... Un naranja de paz y tranquilidad.

Y no dejé un momento de mirar esa casa anaranjada que entre ola y ola se dejaba querer por el mar. Y mientras el sol se despedía cada vez más naranja me prometí volver siempre que pueda a este lugar. Solo o acompañado. Que la paz que sentí es algo que quiero vivir siempre. Por eso, estos días de inquietud busco lugares de paz como éste. Lejos o cerca. Cerca o lejos.

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