martes, mayo 08, 2012

Un souvenir de París



Hay sitios que te convencen en cuanto pisas su primera baldosa. No hace falta más. Debe ser algo que te entra por los pulmones y va directo a tu cerebro. Se cuela en tu percepción de las cosas, y ya puedes estar cansado, tener un mal día, andar con frío, o lleno de prejuicios que todo se transforma como si una inmensa tormenta hubiera caído y barrido lo demás.

Por eso quizá cuando el 30 de abril puse mis pies en el tren que salía de Hendaia, empezó a llover como si no hubiera un mañana. Para que cuando llegara a mi destino deseado, si quedaba algo que no me iba a gustar corriese corriente abajo por ríos y manantiales. Rápido... sin descanso. Limpiando mi alma para recibir a la ciudad que más he nombrado en mis viajes imposibles... París.

Y de pronto dejó de llover. Bruscamente. Las nubes se relajaron...

Cuando llegué a Montparnasse, la ciudad de la luz me recibió con un sol primaveral de esos que te hacen sonreir. Miraba por la ventana sorprendido y feliz. Buscaba algún referente que me dijera que era real... Que estaba en París... Y allí estaba, antes de parar, el faro de la capital francesa, la Tour Eiffel. Se veía a lo lejos. Pequeñita y coqueta.... Luego cambiaría... claro...

Y fue pisar la primera baldosa de la estación y sentir que este lugar iba a cumplir con creces mis espectativas. Mis Converse azules gastadas se fijaban al suelo parisino como si no quisieran despegarse. Y yo pensé: "Tranquilas... váis a cansaros de andar por estas calles. Quizá os arrepintáis de esto que pedís ahora..."

Porque iba a deborar París. Iba a cumplir con una apretada agenda para tratar de no dejar sin ver un sólo rincón que mi pequeña imaginación había fantaseado. Estaba en París. La ciudad del viaje maldito. En primavera. Y había que disfrutar... Pues bien... que empiece el viaje...

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