domingo, junio 03, 2012

Guías de felicidad


Las ciudades tienen sus faros. Algunos son pequeños, no tocan las alturas. Son plazas, calles empedradas, esculturas o simplemente un sentimiento común de sus ciudadanos. Otras presumen con orgullo de ellos. Y los exhiben hasta el infinito. Tocando el cielo. Que para eso son faros. Guías de ciudad.

París tiene uno de los faros más impresionantes del mundo. Junto al Trocadero en la orilla derecha del Sena, una torre de hierro saluda al visitante coqueta y altiva. La Torre Eiffel.


Mide 300 metros. Es un esqueleto con vida propia. Un esqueleto de hierro marrón y gris que tiene que soportar, después de haber sido repudiada en sus orígenes, a centenares de turistas que hacen colas infinitas para subir unos pocos minutos en su interior.
Geométricamente perfecta, uno no puede dejar de mirarla. Siempre con el cuello en alto. Como se obseva el cielo en una noche de verano estrellada. Con los ojos bien abiertos y en silencio. Soñando. Pensando en cosas felices... Así es como la conocí. No podía dejar de mirarla y admirarla. Y entendí por qué los parisinos y los franceses la adoran tanto hasta el punto de convertirla en un símbolo nacional. Porque si hay que elegir un faro de refencia en nuestras vidas, qué mejor que una torre que sólo transmite felicidad y paz.
No encontré a nadie en el Campo de Marte, el jardín que gentilmente se ofrece a la Torre como sala de visitas, que no sonriera como un niño ante la dama de hierro. Todos hablaban entre ellos, bebían vino francés en pic-nic improvisados, se daban la mano... pero cuando miraban a la Torre Eiffel el silencio se imponía y los ojos eran los únicos que hablaban.
Yo hice lo mismo. Hablé con ella. Le di las gracias por el viaje y lo que me estaba deparando. La suerte que estaba teniendo en estos últimos dos años y le prometí que, aunque tengo mis referentes,  mis anclas, ella iba a estar siempre presente cuando la tristeza quisiera volver a ocupar espacio en mi terreno. Iba a ser mi Guía de felicidad.
Cuando terminé de proponerselo, dieron las nueve en punto. Y de pronto, durante diez minutos, la bella Eiffel empezó a chisporrotear. Parecían miles de luciernagas que se habían incrustado en los tornillos que fijaban la estructura de hierro. Impresionante y sencillo. Destellos de sencilla felicidad.
Todo el mundo callaba. Miré a mi alrededor. Todos mirando el faro. Hablando con él. Buscando su guía. Su feliz guía.

No hay comentarios: