domingo, enero 17, 2010

Aviones....


¿A quién no le gusta volar? Vale... A veces da miedo. Lo sé. Yo que tengo vértigo soy la primera persona en decirlo... Pero volar es maravilloso. Es una pena que los aviones tengan tan pequeñitas las ventanas. Con lo que me gusta a mi mirar a través de esos circulitos. Todo pequeño, todo reconocible. Ver los montes, los ríos, imaginarme cómo son los pueblos por los que sobrevuelas. Cómo serán sus gentes, qué preocupaciones tendrán, cómo será su día a día, su vida. Aprender. Aprender. Sobrevolar y observar....
En Washington hay un pequeño homenaje a ese sueño que a todos nos ilumina la cara. En el Museo del aire y del Espacio de la ciudad se encuentra el viejo avión que todos conocemos como el Espíritu de Sant Louis. El auténtico. El de metal con sus tornillos, su soldaduras y sus ruedas y hélices finas que dan miedo.
Allí colgado en las alturas del gran hall, el primer avión que atravesó el Atlántico sin parar es un sueño infantil para todo el que pasa. Cuando entramos al Museo cientos de niños miraban hacía arriba a ese pequeño aeroplano. Había naves, misiles, estaciones planetarias, equipajes, trajes de astronautas... pero este pequeño avión tenía un espacio especial en los corazones de todos. Se dejaba ver y se sentía observado.
Y yo me imaginé montado en él recorriendo sólo los kilómetros bajo el agua del mar pensando si llegaría o no... Y me entró una mezcla de emoción y escalofrío con unos toques de felicidad al pensar en el aterrizaje en París como un héroe infantil, un personaje que había conseguido la proeza de ser recordado por algo feliz y que a todo el mundo le gusta. Volar...

Volar, volar, volar....

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