miércoles, octubre 06, 2010

Balcones


Las casas tienen que tener balcones. Grandes o pequeños no importa. Pero tienen que tener una puerta a la calle en la que poder sentarse en los atardeceres del otoño que son los más bonitos del año, cuando la luz cae lenta, el frío se va colando suave por las rendijas de los ojos y la mano y apetece acurrucarse con una buena manta. Atardeceres de otoño con nubes naranjas que anuncian cambio de tiempo o vientos que hacen saltar las hojas rojas y amarillas.
Los arquitectos deberían construir todas las casas con balcones, lugares donde poner plantas, donde disfrutar de un buen libro, donde darse un chapuzón en una minipiscina o contemplar las pocas estrellas que te deja ver la contaminación lumínica.
Yo tengo un balcón preferido. Desde él procuro aprovechar en estas tardes de otoño los últimos rescoldos de calor y leer tranquilamente mientras el sol se va despidiendo entre los edificios y el Monte San Cristóbal. Hace unos años, una tarde de esas, sentí la mayor paz interior que recuerdo. Fue solo un momento. El cielo tenía un azul helador y el sol coloreaba de rojo las nubes bajas. Yo miré al frente y me sentí tranquilo y feliz. Desde aquel día siempre regreso en octubre a este balcón con la ilusión de volver a sentir aquello. No ha vuelto a suceder. El balcón me ha ofrecido otras cosas bonitas. Pero esa sensación jamás ha vuelto.
Terrazas, balcones, espacios abiertos... las casas tienen que tenerlos. Hay gente que se empeña en cerrarlos, en convertir el hogar en una caja hermética de cristales. Yo a esto me niego. No hay sitio más bonito de una casa que una terraza, un balcón... Grande o pequeño. Humilde o grandilocuente. Un balcón de felicidad.

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